martes, 17 de junio de 2025

LA GRAN REDADA GITANA

Cartel en Cine Berlanga
Calle Andrés Mellado, 53 Madrid


Terminé el mes de mayo en el cine Berlanga (Madrid). Había visto un cartel anunciador para los días 30 y 31 con el título genérico “Cine y pueblo gitano”.

Me acerqué el último día, en el que se proyectaba el documental “Gran Redada Gitana: historia de un genocidio”, de Pilar Távora.

Como se intuye por el título, se trata de un viaje al pasado para dar testimonio de un acontecimiento atroz y desconocido (1) de la historia de España (siglo XVIII) del que solo dan cuenta los archivos históricos. El hecho de que no se haya incluido en los libros de historia lo hace más abominable, si cabe.

La directora ha optado por escenificar algunos pasajes, pero deja el peso de la narración en manos de una serie de personas que relatan lo sucedido con rigor y emoción. Las palabras brotan desde lo más profundo de su alma y atrapan al espectador.

Espero volver a ver el documental el próximo año, pero esta vez en Barbastro, en el cine Cortés (durante el 2025 solo se proyectará en festivales). Y ese día quisiera estar al lado de un amigo, José Castellón Gabarre, conocido por todos como Gallo.

Lo tuve muy presente en el Berlanga; seguro que en el interesante coloquio que hubo al final de la proyección él hubiera levantado la mano para participar porque Gallo es reflexivo a la par que espontáneo. Todo un lujo tenerlo de vecino.

Se habló de dolor secular y de cante flamenco, de resistencia y de orgullo de pertenecer al pueblo gitano, pero también del alto porcentaje de fracaso escolar que, sin duda, facilita la marginación social.

En este sentido, pensé que no solo Pilar Távora (cuya trayectoria vital y profesional ha sido merecedora de reconocimientos), sino también los cronistas elegidos pueden ser referentes que estimulen a las nuevas generaciones.

José Antonio Marina, filósofo y especialista en educación escribe: “para educar a un niño hace falta la tribu entera, pero padres y docentes constituimos el equipo pedagógico básico de una sociedad”.

La iniciativa “Cine y pueblo gitano” estaba amparada por la SGAE y la Fundación Secretariado Gitano.

Hoy he tenido una grata sorpresa. Ha sido en la exposición “Un tiempo para mirar”. Entre las espléndidas fotografías seleccionadas de Marisa Flórez (León, 1948) de temática variada (política, activismo, crónica social, cultura) hay una que va a cerrar esta reseña.

Imagen obtenida en la exposición de Marisa Flórez "Un tiempo para mirar (1970-2020)"
Sala Canal de Isabel II (calle Santa Engracia, 125 Madrid)

Pie de foto: “Primeras manifestaciones de mujeres gitanas en la Plaza Mayor para pedir el fin de la discriminación del colectivo gitano convocadas por la Asociación Desarrollo Gitano y autorizadas por el Gobierno Civil. Madrid 1978” 


(1) Publicaciones sobre el hecho histórico:

Gómez Alfaro, A. (1993). La gran redada de gitanos

Sánchez Pérez, M. (2022).  1749 La gran redada

(2) Marina, J.A. (2010). La educación del talento


sábado, 17 de mayo de 2025

REFLEXIONES SOBRE EL ACTO HOMENAJE A UN AMIGO (22/05/2025)

RECORDANDO A JORGE MAYORAL MEYA

Una vez más me encuentro en la hermosa ciudad de León, envuelto en más de dos mil años de historia. Al recorrer su casco antiguo, me sumerjo en un torbellino de sensaciones dispares, según como ella se presente: romántica, con la luz de la mañana; melancólica al caer la tarde; bulliciosa en ciertos momentos y, sin embargo, envuelta en un silencio perpetuo.

Vivo en un barrio relativamente nuevo, al norte de la ciudad, atravesado por un bulevar de dos kilómetros. Sus calles no son vías de tránsito, sino accesos a los edificios residenciales. Es una zona agradable, salpicada de espacios verdes y pequeños parques que dan vida al entorno. Disfruto caminando por allí cada día, siempre en soledad, aunque esto no me pesa. Cuando necesito descansar, busco esos rincones especiales, en los que me resulta fácil entregarme a mis pensamientos.

Hoy, en uno de esos rincones, reflexiono sobre el acto público que organizamos en honor a un buen amigo que partió hace menos de un año. Lo preparamos con profundo cariño, con el deseo de que fuera un tributo digno, aunque con la incertidumbre de si cumpliría las expectativas de los asistentes, especialmente de su familia.

Desde el inicio, el ambiente estuvo marcado por un propósito claro: recordar sin que la emoción nos atrapara en la nostalgia. Por esta circunstancia y por el temor a que el evento se extendiera demasiado, mi intervención fue más acelerada, tal vez menos emocional de lo que me hubiera gustado, aun a riesgo de que mi voz se quebrara, como así ocurrió en un momento dado. Pero cierto es que el mensaje estuvo ahí: recordar con gratitud, sin que la tristeza asomara.

Montse Durán, como conductora del acto, mantuvo el equilibrio necesario para que todo fluyera con naturalidad y dio paso a cada intervención conforme al orden diseñado.

La presencia y participación de Iván Peñart, el nieto mayor de nuestro amigo, fueron para mí muy significativas. Su intervención resultó precisa y conmovedora. Resalto de su mensaje esta hermosa frase: "a mi abuelo, más que las cifras (como el número de videos grabados o las visualizaciones acumuladas), lo que realmente le importaban eran las emociones que despertaba en las personas que veían su trabajo.

Javier Martí y yo, impulsores de este homenaje, habíamos hablado sobre la importancia de la calidez del encuentro, pero pretendimos que los momentos revividos no nos dejaran sumidos en el peso de la nostalgia. Javier fue fiel a lo pactado y contó alguna anécdota que nos hizo sonreír mientras quedaba al descubierto la esencia de quien estaba siendo recordado.

Entre nuestras intervenciones, se proyectaron videos con mensajes de amigos que no pudieron asistir y sin duda enriquecieron el encuentro.

Uno de los momentos más emotivos llegó con la interpretación de una nana, que a Jorge le gustaba especialmente. Basada en un poema de la escritora en cheso Victoria Nicolás, la canción "Soniando" estuvo acompañada de voz y guitarra por Beatriz Celma y Javier Zamora.

Cuando los primeros acordes sonaron, la sala se sumió en un profundo silencio. La voz lírica y plena de sensibilidad de Beatriz creó una atmósfera de recogimiento. La melodía fluía provista de las emociones que la autora del poema plasmó al escribirlo (alegría, melancolía, tristeza ...). Observé los rostros de la familia de Jorge y me parecieron serenos, llenos de paz aunque refugiados en los recuerdos.

Al finalizar la actuación, Beatriz  nos dedicó unas hermosas palabras llenas de sentimiento y cariño, en nombre de ambos. Sin duda, contar con estos dos amigos fue el mejor colofón posible para la ocasión y por ello les expresamos nuestro más sincero agradecimiento, tras una brillante representación.

Durante la interpretación, me dejé llevar por la dulce melodía y mi mente comenzó a divagar entre los recuerdos de otros amigos entrañables que también han emprendido el viaje: Justo Riazuelo, Pedro Oliete, Joaquín Coll, Manolo Mauri. Antes de regresar a la realidad, apareció en mi memoria la sonrisa tierna de Jorge, aquella que me dedicaba en los almuerzos, cargados de risas y bromas, después de haberme dicho algo que creía podía haberme ofendido. Pura ternura.

Termino mis reflexiones pensando que evocamos el recuerdo de Jorge con el respeto y cariño que merecía, y su esencia sigue presente a pesar de la ausencia. 

El salón de actos de la UNED de Barbastro se llenó de amigos y familia, y nos reconfortó. Aquel ambiente, cargado de sentimientos hacia Jorge, convirtió la estancia en una sala con alma.

Me levanté para irme. Al pasar junto a un señor en silla de ruedas noté que me seguía con la mirada. Lo saludé y me respondió con una sonrisa. Continué mi marcha pensando en el mañana, que para mí es hoy.

Alfonso Ordín Náger


Parque situado en la Avda. Gutiérrez Mellado (León)


lunes, 27 de enero de 2025

CALLE DE MONTE ESQUINZA (MADRID)

Empecé a frecuentar el número 46 de la calle Monte Esquinza unos meses antes de que Pedro Almodóvar captara, para una de las muchas escenas inolvidables de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), la hermosa fachada del edificio situado en el número 38 de la calle Almagro, a escasos metros del que yo visitaba. Entre 1914 y 1919 ambos proyectos fueron firmados por el arquitecto  Augusto Martínez de Abaria.

Para mí, la calle Monte Esquinza sigue siendo Margarita. Conocí a Margarita González Figueroa en Huelva, en la casa en la que yo llevaba viviendo poco más de un mes y de la que, por tanto, aún ignoraba las costumbres de sus moradores. Entre ellos se encontraba Margarita, pero sólo en contadas épocas del año en las que abandonaba Madrid para reencontrarse con la familia de Huelva.

Nuestro primer encuentro fue un día del mes de agosto, en la cocina, donde nos habíamos acercado a la hora de la siesta, probablemente a refrescarnos con un vaso de agua. Su “aparición” me sorprendió y enseguida quedé prendada de aquella señora de ojos azul turquesa y hermosas manos, que tenía un suave acento andaluz y derrochaba alegría. Calculo que nos separaban más de 50 años.

Me pareció tan interesante su conversación, me hablaba con tanto amor de Huelva (yo aún no había empezado a quererla), como de Valdelamusa, el pueblo minero donde su padre había ejercido de médico, y también de Madrid, ciudad a la que me encantaba ir, pero sobre la que aún no había puesto los ojos para vivir.

A esa primera charla siguieron otras y otras, muchas, siempre en la calle Puerto 35, de la que su prima Enriqueta era el alma. Cuando Margarita estaba en Madrid la comunicación se mantenía y era epistolar, cartas o tarjetas a las que ella sacaba un aprovechamiento inusual gracias a una minúscula letra que era capaz de trepar hasta cualquier espacio en blanco, por pequeño que fuera.

Al trasladarme a Madrid la visité con frecuencia y, aprovechando que tenía la academia de inglés muy cerca de su casa, algún martes o jueves remataba la jornada en Monte Esquinza. El piso había sido, antes que vivienda familiar, el estudio de pintura de su hermana Amparo, reconocida pintora de mediados del siglo pasado, que han rescatado del olvido unos periodistas onubenses coincidiendo con la celebración del centenario del Museo de Bellas Artes de Huelva y su Academia de Pintura.

Desde las paredes, o la chimenea, o un determinado mueble, los cuadros de Amparito, así la nombraba Margarita, destilaban historias que ella me regalaba a fuego lento; saboreábamos cada parada hasta que nos sentábamos alrededor de la mesa camilla y la conversación se prolongaba, a veces salpicada por la lectura de un poema, o una carta, o una antigua reseña a la obra de su hermana. “Mira, he estado rompiendo papeles y me he encontrado con esto que te quiero leer”.  

Margarita hacía ya mucho tiempo que vivía sola, pero el recuerdo de sus padres y de sus tres hermanas  la “acompañaba”, no se sentía sola en el, ya por entonces, inabarcable Madrid. Además con el matrimonio Berhmann, que vivía en el 4º, practicaban una especie de “cohousing”. Se ayudaban mutuamente, compartían tomas de decisiones, y era frecuente que Margarita bajara con su cena a casa de Enrique y Mati para disfrutar de lo que surgiera en compañía hasta la hora de ir a dormir.

Me admiraba de Margarita cómo vivía la vejez desde la fortaleza, y la atención que le prestaba a su estado emocional. A cada día le encontraba un afán y el agradecimiento alimentaba su motor vital. Con el fin de ahuyentarla, tenía muy presente la depresión que sufrió tiempo atrás, al dejar la vivienda de la calle Fernández de la Hoz y coincidir esta circunstancia con una decisión íntima que le rompió el corazón.

Hace mucho que Margarita no está, “eligió” su tierra, rodeada del amor generoso de la familia, para irse y allí, en Huelva, estuve con ella la última vez.

Desde hace un tiempo me gusta encontrar cualquier excusa para volver a esta calle del barrio de Chamberí, que es el mío, y alzar la mirada hasta la terraza del 46 por el lado que hace esquina con un palacete, actual sede de la Fundación Norman Foster.

En una de mis últimos paseos por la calle Monte Esquinza he visto la placa que el Ayuntamiento de Madrid ha colocado en la fachada del número 22. Casa en la que vivió y trabajó Ouka Leele, fotógrafa y pintora por la que siento admiración y que brilló a partir de la llamada Movida Madrileña.

Me hubiera gustado compartir el hallazgo de este reconocimiento con Margarita, un alma sensible que contagiaba esperanza.

Mi descubrimiento más reciente ha sido en una calle aledaña, Marqués del Riscal, nº 7; allí está el Frontón Beti Jai. Merece la pena conocer esta espléndida construcción de 1894, salvada del estado ruinoso en el que se encontraba o de la especulación urbanística a partir de una acción vecinal y que se puede visitar desde octubre del año pasado.


Tramo final de calle Monte Esquinza
En primer plano el número 46 junto a la Fundación Norman Foster
Al fondo edificio del CICCP (fachada de la calle Jenner)