En la esquina de La Tallada con la calle, sin nombre, que conducía a los muelles de carga y descarga de la estación del ferrocarril, se ubicaba el caserón conocido por muchos barbastrenses como “Casa Gómez”. El acceso a las doce viviendas del inmueble se hacía por esa vía sin nombre, aunque la dirección postal del mismo, a finales de la década de los 40 y comienzo de los 50 del pasado siglo, fuera plaza del General Mola, nº 7 (La Tallada).
"Casa Gómez" (1970) |
Las familias que habitaban aquella casa eran sencillas, trabajadoras y, sobre todo, solidarias; valor imprescindible para poder seguir adelante, en aquellos difíciles años. Algunas de esas familias procedían de las montañas del Sobrarbe y habían vivido aterrorizadas los graves acontecimientos acaecidos con motivo de la Bolsa de Bielsa. En la primavera del 38 cruzaron el puerto y llegaron a Francia, donde pasaron una verdadera odisea, en particular la familia de María. Las tropas alemanas, en 1940, las hicieron volver a España, pero regresaron solo las mujeres, con su nutrida prole, pues los maridos habían fallecido en aquel país. La vida para ellas fue dura y sacar a los hijos adelante se convirtió en su prioridad.
Este relato no está dedicado a aquellas admirables mujeres, envueltas en
dignidad, a la vez duras y tiernas, pero quiero mostrar mi admiración por ellas
con este recuerdo, pues, sobre todo María, quiso mucho al niño que fui y yo a
ella, y a toda su familia. A María no la derrotó el trabajo sino la vida misma,
que le quitó hasta la posibilidad de quejarse en sus últimos años, al hurtarle,
poco a poco, su memoria.
La casa tenía una espaciosa azotea ("el terrao") con un maravilloso mirador que se abría a la estación del ferrocarril. Muchos días algunas mujeres utilizaban este fantástico espacio para realizar labores de costura doméstica y, entre zurcido y zurcido, hablaban de sus cosas y, como jóvenes de la guerra que eran, no podían evitar hacer referencia a lo que cada una pasó, durante ese triste periodo que les tocó vivir.
Un niño de unos 5 o 6 años, hijo de una de ellas, se entretenía mirando las maniobras de una máquina de vapor que colocaba los vagones en el sitio que correspondía, ajeno a su madre y a las demás vecinas. Pero a pesar de que bisbiseaban al hablar y era difícil entender lo que decían, cuando oía la palabra "guerra", se acercaba al círculo de las costureras, que callaban o cambiaban de tema tras advertir alguna: "¡cuidado, que hay ropa tendida!".
Las mañanas de verano, hasta que le dejaron bajar solo a la calle, las pasaba en el balcón de su casa, un verdadero palco para observar el teatro de la vida que se desarrollaba a sus pies. En la calle había un trasiego constante de los farderos que iban y venían a los muelles de la estación a recoger y trasladar las mercancías. Reconocía ya a la mayoría de ellos: Marcial con su mula parda y Antonio con su caballo negro eran sus favoritos, entre los carros pequeños. Luego estaban las grandes galeras de los almacenes de coloniales y entre todas su preferida era, sin duda, la que llevaba Rafael con el caballo marrón; sobre todo cuando venía cargado de escobas de caña y palma y lo saludaba al pasar. Se sentía importante.
Llegó el día en el que lo dejaron bajar a la calle y así pudo formar parte de la farándula de La Tallada y de la calle sin nombre. Saludaba a la gente y seguía con la vista a los farderos; de vez en cuando, Rafael lo invitaba a subir a la galera y así presumía delante de los demás niños. Todo el mundo aparecía y desaparecía por la esquina del bar “La Pelela”, hasta una antigua (años 30) y pequeña camioneta de color azulón, que repartía sacos de harina procedentes de una harinera próxima. “Francisqué”, que así se llamaba el conductor, hacía sonar su extraña bocina, que se asemejaba al graznido de un ave y por eso el vehículo tenía el sobrenombre de “la Garza”.
Pero no solo farderos transitaban por aquella calle sin nombre, pero llena de vida, también entraban por allí los toros para la corrida de septiembre; los “autetes de choque” si los llevaban para las fiestas; los labradores camino de sus olivares o campos con sus caballerías. Al atardecer, una nube de polvo delataba al Sr Antonio Bernad que venía de pastorear su rebaño. Algo cojo caminaba. Por delante, el burro y el rebaño de ovejas que mantenían el ritmo al que él podía caminar. A veces el niño lo esperaba en las puertas de la estación; el Sr. Antonio le decía “toma, zagal” y le daba un palo pequeño para que lo acompañara hasta la subida de la Merced. Cuando le devolvía el palo, el Sr. Antonio lo despedía: "¡adiós, capitán!", así lo llamaba desde que lo vio tocar el tambor por aquella calle.
Poco antes de las fiestas de Septiembre, se celebraba una importante feria de ganado, sobre todo mular. Las caballerías eran transportadas a Barbastro en vagones del ferrocarril. Cuando las desembarcaban, salían como alma que lleva el diablo. Los niños se colocaban cerrando la avenida de la Merced, moviendo los brazos para que los animales siguieran el camino convenido. Siempre salía bien la maniobra, pero una vez una buena parte de la recua pasó bufando y dando coces entre los chicos. Al niño de mi historia lo empujó un animal y lo tiró al suelo. Los empleados de los talleres Cortés, ubicados en la plaza, se hicieron cargo de él y lo acompañaron hasta su casa.
No conseguía quitarse el susto de encima por lo sucedido. Antes de irse a dormir miró la calle desde el balcón; el ruido de las patas de las caballerías seguía resonando en su cabeza y tenía miedo de que hubiera alguna mula suelta. Las mortecinas bombillas de la calle apenas pintaban levemente el suelo. La noche estaba solitaria, silenciosa y triste, como un lamento.
Se metió en la cama queriendo soñar con sus juegos preferidos, y de pronto se encontró en medio de la calle sin nombre. La luz de aquel día era extraña y los farderos venían de la estación corriendo como locos, pero sorprendentemente no lo pisaban. Rafael, con la galera y el caballo marrón, llegó a su altura y sin decirle nada lo cogió y lo sentó a su lado. Bajaron rápidos por La Tallada y, como veía hacer siempre, ellos también salieron de la plaza girando por la esquina de La Pelela. El niño siguió durmiendo, mientras una bruma envolvió su sueño reparador …
Y como un sueño le pasó la vida, fuera de la ciudad, al pequeño “capitán”. Ya mayor regresó, y aunque consciente de que durante el tiempo transcurrido el paisaje de su niñez habría cambiado, fue en busca de sus raíces. En efecto, la casa de Gómez y sus moradores ya no estaban y la calle de hoy nada tenía que ver con aquella que él dejó. Edificios modernos la jalonan y la ciudad la distingue con el nombre de calle Formigal, pero no conduce ya a estación alguna, pues también el ferrocarril desapareció. Sin embargo, conserva intacta el alma de la calle sin nombre, su calle, y le gusta recorrerla.
De vez en cuando, se sienta cerca de aquel escenario que le fue tan querido y va desnudando sus recuerdos, no siempre libres de nostalgia, como a él le gustaría.
Alfonso Ordín Náger
Calle Formigal (Barbastro) |
Un relato lleno de ternura y nostalgia que te transporta a esos tiempos de la infancia. Muchas gracias por tus publicaciones siempre cargadas de emotividad.
ResponderEliminarQuerido amigo Alfonso,Foncho
ResponderEliminarUn gran recuerdo y excelente relato, que transporta a un tiempo duro pero solidario, donde se compartía algo tan sencillo como los sentimientos, como explicas maravillosamente.
Esperamos más.
Un abrazo muy fuerte.
Alfredo G.
Alfonso, me ha encantado!! Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarAlfonso, muchas felicidades por otra entrañable publicación. Ha sido maravilloso leer tu relato, consigues crear expectación de unos recuerdos en blanco y negro, y hacerles brillar hoy, a todo color. Hasta la próxima inspiración.
ResponderEliminarNo se quien eres pero agradezco tu comentario. Eres muy amable
EliminarGracias todos. Sois muy amables al compartir mis recuerdos y animáis a seguir haciéndolo
ResponderEliminarMuchas gracias a tod@s
Gracias a todos. Sois muy amables al compartir mis recuerdos y al animarme a seguir haciéndolo.
ResponderEliminarMuchas gracias a tod@s
Alfonso
Muy bonito! Yo me siento mucha veces delante en un banco que hay a mirar la ultura que estaba mi balcón,comparando con casa Cortes
ResponderEliminarMuy bonito el relato, nos transporta.a la niñez. Gracias Alfonso.
ResponderEliminarGracias Alfonso. Conocí aquel "terrao" y aquella casa. Recuerdos que se mantendrán por siempre.
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