sábado, 4 de septiembre de 2021

LAS PLAZAS DEL MERCADO

 Ferré, J.C. (2018) “Las Plazas del mercado”. De dentro y de fuera, pp. 99-100.

Texto cedido a Calles con alma, por el autor.

 

La cabeza en el Vero, los pies en el Rioancho y la mirada en la huerta vieja, la plaza del mercado no es una sino dos. Se hace otra a mediodía, cambia de cara y de traje. Es domingo cada tarde y lunes cada mañana.

Cada mañana, a buena hora y antes que el claro se desliza por los toboganes de esponja y teja árabe hacia el centro del gran patio interior porticado, el señor Goyo aparece por la esquina del Boni con los diamantes del campero sobre su carro. La mano izquierda en los riñones, badallando las orejeras sueltas de la visera Durruti, construye muy lentamente una ordenada fortaleza de cajas, de canastas de caña y corvillos de mimbre. Todo en su sitio, los poros de su guante echan humo, y el costado este de la plaza, protegido por Santa Ana, espera a su dueña bajo la sombra.


Plaza del Mercado (Barbastro)
Alrededor de 1980


Cuando el Goyo se ha desayunado la verdura y la fritada que sobraron la noche anterior, llega Marina, la verdulera. Saca de un patio la baja silla de anea, se sienta con las piernas juntas contra el frío, y espera. Espera rechirando los bolsillos del viejo delantal cargados de calderilla. Espera a que el sol levante y cuando el sol levanta, se pone en pie para ofrecer todas las flores de su jardín. Pimientos “reventones”, tomates de caña, ramos de acelga tierna, cabelleras rubias de escarola, ovillos de col y flechas de zanahoria; todas pasan, una a una, de la balanza de platos a la bolsa de la señora, y un racimo con olor a huerta entra en cada casa.

Mientras, las vecinas chismorrean de balcón a balcón como en una estrecha calle napolitana en la que colgaran con pinzas sus palabras, las terrazas estiran su cuello sobre las balconadas floridas, y la marea de voces, que sube y sube, hace de la plaza una cantarina caracola.

Suena la sirena, el coche, la isocarro y la señora no se entera: “Súbase a la acera, señora”. Y la acera es una alfombra verde de hojas y pencas chafadas por el resbalón. La una y media. Las dos: “Nene, sube que ya está la comida”. Mi padre me chifla. Y Marina ya se ha ido.

Por la tarde, a la hora de la siesta y de los pájaros, la plaza se viste de colores claros. El sol, que ahora sonroja la fachada oeste, sin macetas, tiende su ropa en los alambres de la luz y el silencio es quieto, de domingo. Renquea algún motor. Calma. Una bocina, un portazo invade la sobremesa del luer y del canario. Todo el tiempo para las cardelinas. Así, muy largo.

Al rato, sin esperarlo, una persiana metálica desboca nuestro sueño. Son las cinco. Las cinco en medio de la plaza que despega sus ojos bajo los porches. Pero Barbastro sigue dormido hasta que se abren las puertas de los colegios y los zagales revientan a correr y gritar. Entonces, la cuerda de la comba azota rabiosa contra el suelo, la zapatilla arrastra a la pata coja la piedra plana sobre las alas de la zancarrilla, y el chocolate de la merienda tiñe de dulce los carrillos y los labios. Se cierran las cortinas y se encienden las farolas: “Señora, rápido que cerramos”.

Es hora de pasear por el Romero, de mirar escaparates y de descanso. A media noche, a la hora de las brujas, los pilones de la plaza juegan a las cuatro esquinas e intercambian sus puestos; y al día siguiente, nadie, ni tan siquiera Marina, sabe qué pilón perdió su sitio y quien se lo ganó a otro.

Juan Carlos Ferré Castán


La plaza del Mercado, hoy

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