Ferré, J.C. (2018) “Las Plazas del mercado”. De dentro y de fuera, pp. 99-100.
Texto cedido a Calles con alma, por el autor.
La cabeza en el Vero, los
pies en el Rioancho y la mirada en la
huerta vieja, la plaza del mercado no
es una sino dos. Se hace otra a mediodía, cambia de cara y de traje. Es domingo
cada tarde y lunes cada mañana.
Cada mañana, a buena hora
y antes que el claro se desliza por los toboganes de esponja y teja árabe hacia
el centro del gran patio interior porticado, el señor Goyo aparece por la esquina del Boni con los diamantes del campero
sobre su carro. La mano izquierda en los riñones, badallando las orejeras sueltas de la visera Durruti, construye muy lentamente una ordenada fortaleza de cajas,
de canastas de caña y corvillos de
mimbre. Todo en su sitio, los poros de su guante echan humo, y el costado este
de la plaza, protegido por Santa Ana, espera a su dueña bajo la sombra.
Plaza del Mercado (Barbastro) Alrededor de 1980 |
Mientras, las vecinas
chismorrean de balcón a balcón como en una estrecha calle napolitana en la que
colgaran con pinzas sus palabras, las terrazas estiran su cuello sobre las
balconadas floridas, y la marea de voces, que sube y sube, hace de la plaza una
cantarina caracola.
Suena la sirena, el coche,
la isocarro y la señora no se entera:
“Súbase a la acera, señora”. Y la acera es una alfombra verde de hojas y pencas chafadas por el resbalón. La una
y media. Las dos: “Nene, sube que ya está
la comida”. Mi padre me chifla. Y Marina ya se ha ido.
Por la tarde, a la hora de
la siesta y de los pájaros, la plaza se viste de colores claros. El sol, que
ahora sonroja la fachada oeste, sin macetas, tiende su ropa en los alambres de
la luz y el silencio es quieto, de domingo. Renquea algún motor. Calma. Una
bocina, un portazo invade la sobremesa del luer
y del canario. Todo el tiempo para las cardelinas.
Así, muy largo.
Al rato, sin esperarlo,
una persiana metálica desboca nuestro sueño. Son las cinco. Las cinco en medio
de la plaza que despega sus ojos bajo los porches. Pero Barbastro sigue dormido
hasta que se abren las puertas de los colegios y los zagales revientan a correr
y gritar. Entonces, la cuerda de la comba
azota rabiosa contra el suelo, la zapatilla arrastra a la pata coja la piedra
plana sobre las alas de la zancarrilla,
y el chocolate de la merienda tiñe de dulce los carrillos y los labios. Se
cierran las cortinas y se encienden las farolas: “Señora, rápido que cerramos”.
Es hora de pasear por el Romero, de mirar escaparates y de
descanso. A media noche, a la hora de las brujas, los pilones de la plaza
juegan a las cuatro esquinas e intercambian sus puestos; y al día siguiente,
nadie, ni tan siquiera Marina, sabe qué pilón perdió su sitio y quien se lo
ganó a otro.
Juan Carlos Ferré
Castán
La plaza del Mercado, hoy |
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