lunes, 27 de enero de 2025

CALLE DE MONTE ESQUINZA (MADRID)

Empecé a frecuentar el número 46 de la calle Monte Esquinza unos meses antes de que Pedro Almodóvar captara, para una de las muchas escenas inolvidables de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), la hermosa fachada del edificio situado en el número 38 de la calle Almagro, a escasos metros del que yo visitaba. Entre 1914 y 1919 ambos proyectos fueron firmados por el arquitecto  Augusto Martínez de Abaria.

Para mí, la calle Monte Esquinza sigue siendo Margarita. Conocí a Margarita González Figueroa en Huelva, en la casa en la que yo llevaba viviendo poco más de un mes y de la que, por tanto, aún ignoraba las costumbres de sus moradores. Entre ellos se encontraba Margarita, pero sólo en contadas épocas del año en las que abandonaba Madrid para reencontrarse con la familia de Huelva.

Nuestro primer encuentro fue un día del mes de agosto, en la cocina, donde nos habíamos acercado a la hora de la siesta, probablemente a refrescarnos con un vaso de agua. Su “aparición” me sorprendió y enseguida quedé prendada de aquella señora de ojos azul turquesa y hermosas manos, que tenía un suave acento andaluz y derrochaba alegría. Calculo que nos separaban más de 50 años.

Me pareció tan interesante su conversación, me hablaba con tanto amor de Huelva (yo aún no había empezado a quererla), como de Valdelamusa, el pueblo minero donde su padre había ejercido de médico, y también de Madrid, ciudad a la que me encantaba ir, pero sobre la que aún no había puesto los ojos para vivir.

A esa primera charla siguieron otras y otras, muchas, siempre en la calle Puerto 35, de la que su prima Enriqueta era el alma. Cuando Margarita estaba en Madrid la comunicación se mantenía y era epistolar, cartas o tarjetas a las que ella sacaba un aprovechamiento inusual gracias a una minúscula letra que era capaz de trepar hasta cualquier espacio en blanco, por pequeño que fuera.

Al trasladarme a Madrid la visité con frecuencia y, aprovechando que tenía la academia de inglés muy cerca de su casa, algún martes o jueves remataba la jornada en Monte Esquinza. El piso había sido, antes que vivienda familiar, el estudio de pintura de su hermana Amparo, reconocida pintora de mediados del siglo pasado, que han rescatado del olvido unos periodistas onubenses coincidiendo con la celebración del centenario del Museo de Bellas Artes de Huelva y su Academia de Pintura.

Desde las paredes, o la chimenea, o un determinado mueble, los cuadros de Amparito, así la nombraba Margarita, destilaban historias que ella me regalaba a fuego lento; saboreábamos cada parada hasta que nos sentábamos alrededor de la mesa camilla y la conversación se prolongaba, a veces salpicada por la lectura de un poema, o una carta, o una antigua reseña a la obra de su hermana. “Mira, he estado rompiendo papeles y me he encontrado con esto que te quiero leer”.  

Margarita hacía ya mucho tiempo que vivía sola, pero el recuerdo de sus padres y de sus tres hermanas  la “acompañaba”, no se sentía sola en el, ya por entonces, inabarcable Madrid. Además con el matrimonio Berhmann, que vivía en el 4º, practicaban una especie de “cohousing”. Se ayudaban mutuamente, compartían tomas de decisiones, y era frecuente que Margarita bajara con su cena a casa de Enrique y Mati para disfrutar de lo que surgiera en compañía hasta la hora de ir a dormir.

Me admiraba de Margarita cómo vivía la vejez desde la fortaleza, y la atención que le prestaba a su estado emocional. A cada día le encontraba un afán y el agradecimiento alimentaba su motor vital. Con el fin de ahuyentarla, tenía muy presente la depresión que sufrió tiempo atrás, al dejar la vivienda de la calle Fernández de la Hoz y coincidir esta circunstancia con una decisión íntima que le rompió el corazón.

Hace mucho que Margarita no está, “eligió” su tierra, rodeada del amor generoso de la familia, para irse y allí, en Huelva, estuve con ella la última vez.

Desde hace un tiempo me gusta encontrar cualquier excusa para volver a esta calle del barrio de Chamberí, que es el mío, y alzar la mirada hasta la terraza del 46 por el lado que hace esquina con un palacete, actual sede de la Fundación Norman Foster.

En una de mis últimos paseos por la calle Monte Esquinza he visto la placa que el Ayuntamiento de Madrid ha colocado en la fachada del número 22. Casa en la que vivió y trabajó Ouka Leele, fotógrafa y pintora por la que siento admiración y que brilló a partir de la llamada Movida Madrileña.

Me hubiera gustado compartir el hallazgo de este reconocimiento con Margarita, un alma sensible que contagiaba esperanza.

Mi descubrimiento más reciente ha sido en una calle aledaña, Marqués del Riscal, nº 7; allí está el Frontón Beti Jai. Merece la pena conocer esta espléndida construcción de 1894, salvada del estado ruinoso en el que se encontraba o de la especulación urbanística a partir de una acción vecinal y que se puede visitar desde octubre del año pasado.


Tramo final de calle Monte Esquinza
En primer plano el número 46 junto a la Fundación Norman Foster
Al fondo edificio del CICCP (fachada de la calle Jenner)