Estamos en tiempo de Navidad, se nota en la gente, se aprecia en las calles iluminadas con miles de luces de colores, abetos engalanados, escaparates luminosos llevando la atención a las ofertas y al primor de la decoración. A los niños, contagiados por todo este despliegue de signos festivos, se les despierta la ilusión porque saben que también es tiempo de regalos. Papá Noel, fin de año, Reyes, es un no parar de recibir regalos en casa de los padres, abuelos, tíos, amigos, etc.
Desgraciadamente también hay una gran cantidad de niños que no recibirán ningún regalo (pobreza, guerras, catástrofes, etc.)
A los que
tenemos ya una edad, cuando estamos en este tiempo navideño, nos envuelven
sentimientos encontrados pues a una cierta alegría se une la nostalgia y, a
veces, la tristeza al darnos cuenta de las “sillas vacías” alrededor de la
mesa. Y, cómo no, también es inevitable que en ese niño que siempre va con
nosotros aflore aquel pasado que nunca se va, solo se esconde entre los
pliegues de la memoria, reapareciendo en él las navidades de la infancia.
Y a épocas distintas,
navidades diferentes; y a pesar de que vistas desde ahora aquellas eran
sobrias, pues se atravesaban tiempos de carencias, a los niños también nos embargaba
la ilusión, a pesar de que las calles seguían con su habitual y pobre
iluminación, no había abetos en las plazas y de Papá Noel no teníamos ni la
menor idea.
Sin embargo,
sí había un belén en cada casa. Para componerlo la fantasía era desbordante y
significaba ir previamente a recoger musgo (entonces se podía) y caminar por
las vías del tren en busca de “cagafierros”
(escoria de carbón que soltaba la “burreta”) con el fin de construir las
montañas, a las que coronábamos con harina. El río, las lavanderas, el portal
de belén, pastores y corderitos, los Reyes Magos, a los que cada mañana se los
adelantaba un pasito hacia el portal.
Los juguetes
solo los traían los RR.MM. y eran escasos. Las mañanas del 6 de enero olían a
lápices nuevos y a goma Milán, quizá alcanzaba para un plumier o una cartera,
si es que hacía falta, y aún así, la ilusión y los nervios nos invadían. Por
cierto, todo, juguetes y material escolar, teníamos que cuidarlos con mimo pues
su duración tenía que ser casi eterna.
Las fechas más
señaladas que componían la navidad los niños las disfrutábamos con toda
intensidad. A las cenas y comidas en los días señalados, se unían cantos de
villancicos alrededor de una estufa, en mi caso de serrín. También eran
importantes los Santos Inocentes y el día 31 de diciembre y no solo por ser
Nochevieja, sino además por cumplir una tradición, no exclusiva de Barbastro,
de que ese día, en mi caso, desde Zaragoza, a la una de mediodía, llegaba un
señor que tenía tantas narices como días tiene el año (“el home dels nassos”,
en Cataluña).
Yo que nací y viví muy cerca de la estación del ferrocarril de Barbastro, durante tres años, acudí a la llegada de dicho tren con un cometido muy concreto.
“Abrígate bien que hace mucho frío”, decía mi madre, en tanto me ajustaba la bufanda y me ponía los guantes de lana hechos por ella. “No te enfríes y fíjate bien”, añadía.
Yo iba
por la parte de atrás de la estación, camino y lugar que conocía de sobra pues
al estar tan cerca de mi casa me acercaba a jugar muchos días allí. Me
conocían todos los empleados.
Sentado
en un banco muy cerca de la salida de viajeros, me invadían los nervios cuando
avistaba los resoplidos de la “burreta” que pitaba anunciando la
llegada. Se abrían las puertas de los departamentos del vagón de viajeros y me
faltaban ojos para encontrar al “señor de tantas narices”, que no lograba
localizar. Volvía a casa algo frustrado. “Estoy segura de que al año que viene
lograrás verlo”, decía mi madre.
Y llegó
aquel tercer año. Y volví con la misma ilusión y nervios al banco de
vigilancia. La “burreta” entró resoplando, los viajeros
pasaban delante de mí solo con una nariz. Un señor conocido de la familia se
paró y me preguntó “¿Qué haces aquí sentado con el frío que hace?” Se lo
expliqué y él sonrió.
Mírame
bien, me dijo y añadió; “yo soy ese señor”. Ahora vete a casa que hace mucho
frío, da recuerdos a tus padres y piensa que hoy es 31 de diciembre. Me
acarició la cabeza y se fue.
Volvía
a casa de nuevo con el sentimiento de fracaso. No entendía nada. Qué quiso
decirme el Sr. José. Hundido en mis pensamientos, caminando despacio bordeando
la “plataforma giratoria” donde se daba vuelta a las máquinas, pues allí
terminaba el recorrido de aquel tren, se me encendió la luz. ¡Ahora lo
entiendo!!, me dije contento por haber conseguido comprender algo tan difícil
de creer, incluso para la mente de un niño. Pero antes de llegar a casa, poco a
poco, aquel sentimiento de alegría se iba tornando en algo extraño.
¿Sería
quizá porque me di cuenta de que acababa de perder una parte de la inocencia
infantil, tan maravillosa? Hacía poco que había cumplido los 8 años.
Cuando
llegué a casa, mi madre me preguntó y expliqué lo ocurrido. Se acercó y me
besó.
Aprovecho
la ocasión para desear a quien lea el escrito paz y salud para el próximo año.
Alfonso Ordín Náger
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Estación de tren de Barbastro (cerrada al transporte de viajeros en 1969) |