A la memoria de Encarna, y a la de tantas “rosas” anónimas.
Plaza de los Sitios (de Emilio Castelar, antes) |
Con una sonrisa llena de ternura, agitando suavemente la mano, se
despedía Francisco de su hija Encarna, ya en el autobús que la llevaría a
Zaragoza. Los dos hacían grandes esfuerzos para contener las lágrimas. Era un
día frío y desapacible de finales de Diciembre de 1932, en Villarluengo,
corazón del Maestrazgo turolense. Encarna apenas tenía 17 años.
Encarna reconoció en su padre una mirada triste, como si la sombra de la soledad ya lo envolviera. Cuando el autobús comenzó su recorrido, bajó la mirada a sus manos inquietas, que jugueteaban con un pañuelo, y se enjugó las lágrimas mientras daba un repaso a su corta y penosa vida. Hasta los 16 años había visto desaparecer a su madre, Ramona, a su abuela, Francha, y a su hermano José, quedándose sola con su padre. Por si fuera poco, su futuro laboral también peligraba en aquellos momentos. De común acuerdo con su padre, decidió ir a buscar mejor vida a Zaragoza.
No fue placentero el viaje, a la incertidumbre de lo nuevo se unía la lucha interna de las emociones, difíciles de gestionar y más para alguien tan joven. En su alma bullían la tristeza y la pena por lo que dejaba junto a la esperanza en una vida mejor.